Algunos corredores sin opciones al triunfo final se habían colocado por delante, pero se mantenían a la vista. El águila imperial sacó las garras. En efecto, por la Côte du Rosier la silueta que buscaba Miguel, Rominger, había desaparecido. Pero no se había descolgado en un sentido literal, sino que solo andaba justillo, despistado, y por eso se rezagaba unos pocos metros en cada cuesta. Berzin, en cambio, más joven y batallador, iba siempre pegado literalmente a su rueda.
Miguel decidió. Mandó tirar a sus hombres. Un silbido. Sin mirar atrás. Una palabra en clave. Sobre todo a Monchu González Arrieta. La carretera se empinaba, el sol brillaba más que nunca en los últimos cinco años. Así llegó el Mont Theux, apenas tres kilómetros al 5,7 % de desnivel. Miguel dio la orden a Monchu: “Fuerte, fuerte”. Berzin abrió la boca, resopló, su tubular se separó un par de metros de la Pinarello blanca de Miguel. El navarro llevaba un 53x19-21. Era hora de destrozar. Clavó el piñón de 17, elevó el tronco, demarró con fiereza, hasta el punto de que rebasó a varios corredores que iban por delante, y lo hizo como una exhalación. Lo último que vimos de él fue que tenía que sortear a una de las motos de la carrera.
Al fondo, un pelotón incrédulo era incapaz de responder a aquel ataque con toda la artillería. El milagro se consumó entre el Mont Theux y la Côte des Forges, otros dos kilómetros al 5,8 %. Fue visto y no visto. Por detrás nadie se decidía a organizar el contraataque, la caza. Miguel no elevó la vista para nada, siempre con la barbilla en el manillar. No se volvió ni una vez. Dejó a Eric Boyer como un trapo, alcanzó a Bruyneel, que iba por delante, y se puso a pedalear como un poseso. Una vez más. Ésta sí: era la crono de su vida. Por detrás, la jauría.
Nadie entendía aquello. ¿Cómo el máximo favorito se atrevía a semejante cosa? En la sala de prensa, a los franceses se les quedaba la cara de besugo. Bruyneel, medio ahogado, se acercó al navarro y le dijo al oído: “Entiéndelo, no puedo tirar, llevo a mis jefes detrás” Más tarde reconocería que aquella experiencia había sido única en su vida de ciclista: He creído ir 25 kilómetros detrás de una moto, a 50 por hora”. Por supuesto que Miguel ni siquiera le miró. Por supuesto que nunca le reprochó que no le diese ni un relevo. Por supuesto que los favoritos, una vez que hubieran decidido unir sus fuerzas con las de los gregarios elegidos, aún debían de dudar: “Pero, ¿qué ha hecho ese loco?” Al día siguiente venía la exigente crono de Huy, y dos días más tarde, los Alpes. ¿Qué pretendía Induráin al atacar a muerte en terreno llano y en Bélgica?
Nadie sabía que meses atrás Miguel había reconocido ese mismo terreno en ocasión de la Lieja-Bastogne-Lieja. El golpe de gracia estaba medido. Una jugada de ajedrez maestra, irrepetible. Para cuando todos quisieron darse cuenta, el corredor navarro estaba a casi un minuto. Justo lo que ninguno de los favoritos deseaba, que el navarro saliese en la crono del día siguiente vestido de amarillo, iba a producirse, para pánico y espanto –y sobre todo desánimo – de unos y otros.
Sin embargo, aquellos 30 kilómetros hasta Lieja, con Induráin perseguido por lo mejor del pelotón internacional, que no sólo no podía darle alcance sino que veía aumentar su diferencia a cada pedalada, pertenecen a la épica de la historia del ciclismo. Eso era algo que hasta la fecha sólo se habían atrevido a hacer los grandes campeones: Coppi, Merckx, Hinault. Ni siquiera Anquetil, más cerebral.
¿No querían “panache” los franceses? ¿No querían una muestra de genio, improvisación, riesgo, rabia? Ahí la tenían, a modo de despedida. Porque Induráin estaba sentenciando el Tour antes incluso de la primera etapa contrarreloj, antes de la primera montaña. Lo nunca visto. Atrevámonos a decirlo con la cabeza bien alta: Ni Coppi, ni Merckx, ni Hinault, ni Anquetil se habían atrevido a eso después de haber logrado cuatro Tours y estar en el punto de mira de todos.
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